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martes, 26 de enero de 2016

Muere Conchita, la gallega que hizo un escrache durante 35 años frente a la Casa Blanca

Natural de Vigo, inició su protesta para recuperar la custodia de su hija, y acabó siendo un símbolo contra la energía nuclear y a favor de la paz en el mundo
Tomás García Morán / VdG, 26 de enero de 2016.
EDDIE ARROSSI | EFE / Concepción Martín Picciotto,
viguesa que protestó durante años en Washington
Cuando la última crisis ya parecía que iba a ser una cosa seria, el que entonces era conselleiro de Economía, José Ramón Fernández Antonio, acuñó una expresión: «o plus de resistencia da economía galega», una muesca en nuestro ADN que nos iba a dejar a salvo del tsunami. Fueron pasando los meses y vimos cómo parte del tejido productivo y financiero de la economía gallega se volatilizaba. Pero en defensa de Fernández Antonio hay que decir que se sacó de la chistera un argumento con fundamentos antropológicos. El plus de resistencia, ese que explica que haya un gallego allá donde no llega nadie más, en las peores condiciones físicas y mentales, con olas de veinte metros en el Gran Sol.
Para cuando nos estudien como pueblo, sería una buena idea guardar en el Museo do Pobo Galego un trocito del ADN de Concepción Martín Picciotto (Vigo, 1945 ? Washington DC, 2016). Que se sepa, y seguro que hay alguna excepción que no pasará a la historia, nadie exprimió tanto ese plus de resistencia como Conchita, que ayer murió en un refugio para personas sin hogar de la capital federal estadounidense, tras pasarse 35 años a la intemperie frente a la Casa Blanca protestando contra la energía nuclear y, en general, contra las guerras y quienes las organizan.
Por estos regalos que a veces hace este oficio, tuve el gusto de conocer a Conchita un domingo por la mañana, en octubre del 2004. Faltaban cuatro días para las elecciones en las que George W. Bush resultaría reelegido presidente, las últimas que han ganado los republicanos. Y aunque la plazoleta de la plaza Lafayette, frente a la fachada principal de la Casa Blanca, estaba lleno de turistas y corresponsales extranjeros, para Conchita era un día más en la oficina. En concreto, un día en el que no parecía estar de muy buen humor. Quizás por celos: a su alrededor había media docena de chiringuitos como el suyo, de advenedizos que querían aprovechar el tirón mediático de las elecciones. O quizás porque estaba cansada de hablar con periodistas, porque al fin y al cabo todos acudíamos a la estrella, de largo la manifestante más estrafalaria. Pero cuando pronuncié la palabra mágica, Galicia, a Conchita le cambió el semblante.
«Por encima de todo soy española y gallega cien por cien», me dijo, y me contó su historia, mil veces publicada: Nació en Vigo en 1945. Emigró a Nueva York en 1960, siendo aún niña. Trabajó en la Embajada de España como recepcionista, se casó con un italiano, tuvo una hija, se separó y perdió la custodia de la pequeña en un litigio judicial. Entonces inició una reivindicación, que al principio fue solo personal, para recuperar a su pequeña, pero que con el paso de los años se convirtió en la voz del pacifismo en la plaza Lafayette. Un escrache que batió todos los récords y duró 35 años.
Conchita, que llevaba siempre puesto un casco de moto porque tenía evidencias de que la CIA le enviaba de noche radiaciones para hacerle el cerebro papilla, diseccionó durante más de media hora su visión de la política global. Hablamos de Bush, de Aznar, de Felipe González. De las guerras, la energía nuclear y el resto de armas de destrucción masiva, las familias saudíes, los atentados de las Torres Gemelas. Hablaba como una locomotora. En vez del casco, que ocultaba a duras penas con un pañuelo, cabría pensar que tenía un ordenador en la cabeza.
«Aunque fuera en los huesos, me gustaría volver allá, a Galicia»
El habitáculo en el que pasó los últimos 35 años de su vida era poco más que una sombrilla tapada con plásticos. Aguantaba día y noche sentada en un pequeño banco que le habían regalado, porque al parecer no la dejaban tumbarse. «Dicen que esto no es un cámping, y me echan». Solo abandonaba su puesto de guardia un par de veces al día para acicalarse e ir al baño.
Según el diario The Washington Post, que fue el primero en informar de la muerte de Conchita, la viguesa murió en el refugio para personas sin hogar N Street Village. Al parecer, hace algunos días había sufrido una caída. Es probable que las consecuencias de la tormenta Jonas, que descargó en la capital federal la mayor nevada en varias décadas, también obligara a Conchita a abandonar su vigilia.
Antes de despedirme le pregunté si le gustaría morir allí, bajo sus plásticos, o regresar algún día a Galicia. «Yo tengo que seguir, porque mis principios morales no me permiten dejar esto. Sería muy egoísta. Dios me ha puesto aquí por alguna razón», me dijo. «Pero aunque fuera en los huesos, me gustaría volver allá, a Galicia. No quisiera que me enterraran aquí».

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