J. V. Lado / la voz, 17 de enero de 2016.
Sobre la base de una sucesión de naufragios, un litoral abrupto y una tierra subdesarrollada, viajeros, escritores románticos y, sobre todo, la prensa decimonónica de Francia e Inglaterra construyeron el topónimo Costa da Morte como un mito en el que se observa «una versión muy despectiva del centro hacia la periferia». Así lo afirma y documenta con cientos de referencias históricas el profesor de la USC, Jesús Ángel Sánchez García, en su estudio La leyenda de la Costa de la Muerte. Naufragios y faros como desencadenantes para la activación de un patrimonio marítimo. Una investigación que va a la realidad de las tragedias navales y diferencia lo que tienen de auténticas de la distorsión de los cronistas, que se extienden desde la exageración hacia la invención más absoluta, aprovechando tópicos ya atribuidos a regiones de otros puntos de Europa varios siglos antes.
«Habría saqueos como en cualquier sitio. Pasaría en Galicia y en cualquier sitio del mundo, pero están muy adornados por el sensacionalismo, algo en lo que los británicos siguen siendo maestros hoy en día. La gente de aquí no tenía más culpa que la de vivir en una zona atrasada. Hay que tener en cuenta que hasta principios del siglo XX por no haber no había ni telégrafo», destaca el catedrático, que glosa el caso de un cónsul inglés que para confirmar un naufragio en Laxe tuvo que enviar a su hermano desde A Coruña cubriendo parte del trayecto en un burro.
La representación mítica del finis terrae del mundo conocido empieza a forjarse ya desde los romanos con pésimas impresiones recogidas por Avieno del viaje de Himilcón en las se hacen observaciones «acerca de la dificultad de navegar por sus oscuras aguas llenas de monstruos y bestias marinas», que, como pone de relieve el profesor Sánchez, tenían intencionalidad propagandística y «se han interpretado como un intento de los cartagineses para disuadir a quienes intentaran aventurarse en la navegación atlántica, preservando su monopolio de la ruta del estaño».
Floro en su relato sobre la expedición de Décimo Junio Bruto, entre el 138 y el 137 antes de Cristo, añade el «dramático episodio de la puesta del sol sobre el horizonte marino», reforzando esa idea del fin del mundo y el geógrafo árabe al-Idrisi repite esas «negativas impresiones sobre el Atlántico heredadas de la época Antigua».
El viaje del peregrino bohemio León de Rosmithal (1467) o el hundimiento de la flota de Martín de Padilla (1596) en el entorno del cabo Fisterra van configurando esa leyenda negra a la que el naufragio que afectó a René-Auguste de Chateaubriand (1718-1796), contado por su hijo François-René añade, no se sabe con qué grado de veracidad, el que podría ser el primer indicio documental de los expolios y los pillajes protagonizados por los habitantes de estas costas. Un concepto muy distorsionado por la interpretación del «derecho de quiebra (ius naufragii)» otorgado por el rey Fernando II al concederle la mitra compostelana al puerto de Noia en 1168 calificado como «auténtica raquería legal».
Sin embargo, es la acumulación de naufragios ocurrida en el siglo XIX, sobre todo de barcos de bandera inglesa, la que le sirve a la prensa de aquel país para «incidir, no siempre con objetividad en las vertientes más dramáticas y lamentables», como incide el historiador en su trabajo.
Surgen así las historias de saqueos, centradas en los lamentables comportamientos de algunos habitantes locales, incluso con la colaboración de los carabineros enviados para proteger las mercancías, y se crea la imagen de «una costa asesina y sus inhumanos saqueadores y naufragadores», que realmente no es más que los mismos tópicos que se utilizaban siglos atrás para caracterizar el Finistère francés.
Todo ese sustrato sirvió a los escritores folcloristas románticos para dar forma a las leyendas más siniestras llevados por la «fascinación romántica por la bestialidad y los detalles macabros que habrían tenido lugar en el escenario de aquella côte funèbre». Influencias que llegan a la propia Rosalía de Castro en las descripciones de la novela La hija del mar (1859), surgida del viaje a Muxía en 1853 para visitar a la familia de Eduardo Pondal.
Las crónicas de los naufragios son una «patraña» histórica, según el autor del estudio
Aunque la realidad histórica contradice esa «patraña» romántica, como la denomina Sánchez, hay ejemplos especialmente esclarecedores sobre la falta de fiabilidad de los testimonios recogidos en primera instancia en unos momentos en los que las noticias de los naufragios «tardaban semanas» y llegaban llenas de «relleno» y auténtica fabulación. Uno de ellos es el del vapor inglés Great Liverpool, que naufragó frente a Corcubión en 1846 cargado de marfiles, maderas nobles y todo tipo de objetos de valor. Mientras el capitán relata que los lugareños trataban de robarles amparados incluso por los carabineros, uno de sus pasajeros incide en la hospitalidad y la ayuda que le prestaron los vecinos proporcionándoles mantas y acogiéndolos en sus propias casas.
Con todo este sustrato, el alumbramiento periodístico de la denominación Costa de la Muerte llega en 1904 con una publicación del diario coruñés El Noroeste que hace referencia a varios naufragios ocurridos en un corto espacio de tiempo. Una «macabra etiqueta», como resalta el investigador, que quedó definitivamente consolidada al año siguiente con el hundimiento del crucero acorazado de primera clase Cardenal Cisneros en los bajos Meixidos, en la entrada de la ría de Muros, un suceso en el que, curiosamente, no murió ninguno de los 522 tripulantes.
Dentro de toda esa oleada de connotaciones negativas, cabe destacar una novela del andaluz José Mas y Laguera que La Costa da la Muerte, su tragedia marinera ambientada en Malpica, revierte todo ese clima y propone llamarla «Costa de la Vida».
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