Miguel Anxo Murado, 02 de enero de 2016.
En la penumbra, mientras intentaba dormir, escuché el ruido que hacía la primera mañana del año al llegar. En la calle un grupo de forofos coreaban consignas del Real Madrid, luego un estruendo de vasos rotos, luego bocinas de coches, luego el diapasón de los tacones de dos chicas que volvían a casa después de una noche de fiesta. En la casa de al lado, sin embargo, tenían puesto el concierto de Año Nuevo y la música de los valses de la familia Strauss llegaba suavemente amortiguada por la pared.
Así es la voz de un año cuando comienza: ruido y música, alboroto y armonía. Los años se presentan, como corresponde a un recién nacido, haciéndose notar a gritos. Entran en tromba. Los anuncian los golpes de las campanas, el zafarrancho de los fuegos artificiales. Pero también hay un ritmo, una monotonía, una reiteración en cada cambio de año que nos recuerda que, al final, pasar de uno a otro es un hecho cíclico, una ley astronómica. Si lo olvidamos, para eso está la televisión, que en esa noche se convierte en una nostalgia, repitiendo escenas iguales de las celebraciones de otros años, mezclando unos años con otros, haciendo repasos del año que termina que son prácticamente idénticos a los años anteriores. Yo me había dejado el televisor encendido pero sin voz y por la pantalla transcurría esa retahíla del pasado, como un examen de conciencia sin conciencia.
Los filósofos antiguos creían que existía lo que llamaban «la música de las esferas». Consistía en que la Tierra, el Sol, la Luna y los demás cuerpos celestes producían un sonido al desplazarse por el espacio. Entre todos esos sonidos de los astros tenía que haber, por fuerza, una armonía eterna. Ese concierto de los cielos era inaudible para el oído humano, aunque existía la leyenda de que Pitágoras podía escucharlo porque el dios egipcio Thoth le había otorgado ese don. De ahí, se supone, habría salido su sistematización de la escala musical: de escuchar el universo en una noche cálida.
Los científicos actuales ya no creen que el universo esté organizado en forma de esferas, aunque ellos sí escuchan su música, o algo parecido. La astrosismología permite medir variaciones insignificantes en el brillo de una estrella que reflejan los cambios en las ondas sonoras que se producen en ella. Aunque alguno le pueda resultar un poco decepcionante, esa es la verdadera música de las esferas. Pero quizás hay otra manera de experimentarla.
Ayer, mientras trataba de dormir en la primera mañana del año, con la televisión encendida pero muda, se hizo un breve silencio en el que se dejaron de oír los gritos en la calle y el ruido de los coches. Se escucharon entonces las primeras notas de un vals del concierto de Año Nuevo que llegaba a través de la pared como un susurro. Era Sphären-Klänge, es decir, La música de las esferas, de Josef Strauss. Es un vals como tantos pero tiene un comienzo famoso por lo extraño. Las armonías delicuescentes, que recuerdan a la música de Wagner, intentan reflejar esa idea de la belleza matemática del cosmos. Nunca le había prestado demasiada atención pero ayer me quedé escuchándolo unos segundos, mientras en mi televisor sin sonido relampagueaban las imágenes de archivo de los satélites meteorológicos en los que giraban furiosas las borrascas. Fueron unos instantes en los que el aliento de la música y del mundo se contuvieron. Unos instantes solo. Luego arrancaron, juntos de nuevo, el vals y el año, con su compás de tres por cuatro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario