Guillermo Arena / El País, 15 May 2016
Tensión hasta el final en Estocolmo. El nuevo sistema de votación, que dejaba a las puntuaciones otorgadas por el público para el postre, provocó que hasta el último momento no se supiese el nombre del ganador de esta edición. Cuando parecía que Australia podía alzarse con el premio en su segunda participación, finalmente fue Ucrania la que se llevó el micrófono de cristal que acredita al ganador de Eurovisión. La cantante Jamala, con una canción (titulada 1944) sobre la deportación del pueblo tártaro a manos del gobierno de Stalin, superó a sus vecinos rusos en la recta final. España, representada por Barei, tuvo que conformarse con el puesto 22 (de 26 participantes).
Precisamente, esta rivalidad comenzó antes incluso de empezar a contabilizar los votos. La referencia de la composición ucrania no fue buen recibida en Rusia, que quiso recordar que en Eurovisión no están permitidas las canciones con temática política. No fue, desde luego, la única sombra que se cernió sobre esta edición. En las últimas semanas hemos asistido a la petición de boicot a Rusia por parte de asociaciones a favor de los derechos de los homosexuales, como protesta a la política antigay de Putin, así como a la prohibición –luego revocada- de ciertas banderas, y las cada vez más habituales filtraciones de algunas de actuaciones. Como Rajoy, Eurovisión 2016 ha vivido en el lío.
Todo eso, como era de esperar, pasó a segundo plano cuando Måns Zelmerlöw, ganador del año pasado por Suecia, y la presentadora Petra Mede echaron a andar una gala con una audiencia estimada de 200 millones de espectadores, y que este año se ha emitido porprimera vez en EE UU. Desde el momento en el que los participantes comenzaron a salir por una pasarela futurista, en un arranque a medio camino entre Zoolander, un desfile de Victoria’s Secret y un festival de electrónica de masas tipo Tomorrowland, entramos en el territorio grandilocuente de Eurovisión, donde la forma fagocitó hace mucho al fondo.
Como buen opiáceo, la gala funciona como un inhibidor del sentido crítico. Ver Eurovisión para buscar riesgo, innovación musical o revelaciones profundas es tarea inútil. En su lugar, hay que encontrar pasatiempos más ligeros, a menudo relacionado con los aspectos cercanos a lo más cuestionable en términos estéticos de la ceremonia (es decir, lo hortera). Sin embargo, este año la producción sueca no cargó las tintas en exceso, como hemos visto en ediciones anteriores. Más cercano que nunca a las galas de premios MTV o a los Oscar, el espectáculo fue tecnológico y aséptico, representado por ese escenario con pantallas de alta definición por todos lados, suelo incluido. En Eurovisión 2016 ni hubo concursantes que se tomasen a broma el certamen, ni sorpresas como Lordi (los monstruosos metaleros finlandeses), ni freaksdemasiado evidentes (suponemos que la secta/banda de rock chipriota no convalida en ese apartado), ni siquiera un personaje carismático al estilo de Conchita Wurst. Es decir, que en general todo fue bastante más aburrido.
Al menos quedaba otro divertimento eurovisivo clásico: jugar a detectar, Twitter en mano, la influencia del pop masivo en las canciones de los participantes. Así, a la italiana Francesca Michelini le llovieron las comparaciones con Laura Pausini, mientras que al sueco Frans le colgaron el sambenito de Justin Bieber escandinavo, aunque musicalmente está mucho más cercano a Ed Sheeran. En este contexto, el efecto “esta canción ya la he escuchado”, más que un demérito resulta una virtud. Otras veces se trataba más bien de relacionar estilismos, como ese vestido de Nina Kraljić, que será recordada por siempre como la Björk croata. Pero ni siquiera en este apartado tuvimos grandes alegrías. Esta edición pareció secuestrada por la discreción –entendiendo la discreción en términos eurovisivos-, como si le hubiesen extirpado toda su capacidad de generar momentos grandiosamente ridículos. Incluso hubo una estrella del pop contrastada: un Justin Timberlake que actuó en calidad de invitado (¿por esa retransmisión estadounidense?) para interpretar Rock your body y un tema nuevo, Can’t stop the feeling.
Quizás por ese clima descafeinado general, la actuación del representante ruso destacó por lo visual. Con una canción que parece generada científicamente para ser olvidada a los pocos minutos, la puesta en escena de Sergey Lazarev jugaba con las perspectivas y lo presentaba con grandes alas de ángel o subido a un asteroide. Pero ni eso le valió para superar a Ucrania. Justo después de Lazarev, Barei dio durante unos minutos la esperanza de protagonizar la sorpresa de la noche. Su interpretación de Say Yay!, posiblemente la canción española más ajustada a los parámetros de Eurovisión en años, provocó que su nombre subiese en las casas de apuestas hasta el cuarto lugar. Por un momento parecía posible. Sin embargo, una vez que comenzaron los votos, pronto se vio claro que quedaría lejos de la cabeza. Finalmente, se situó en el puesto 22.
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