Luis Nieto / AS, 29 mayo 2016
Nadie como él Madrid entiende, ama, valora, llora o celebra la entrañable Copa de Europa, a la que tarde (se exilió involuntariamente durante 32 años) o temprano (madrugó con las cinco primeras) vuelve, con la añoranza del pionero, con el orgullo del coleccionista, con el entusiasmo del conquistador. Quizá no sea devoción, sino propensión genética. En Milán alzó entusiasmado la Undécima, segunda contra el Atlético, en derbi supremo, agotador, sofocante.
Al sol y a la sombra, jugando bien o como en San Siro, siempre ha acabado encontrando el camino al título, fuese cual fuese la tribu dominante: leyendas, yeyés, garcías, adoradores de Ferraris, guardianes de la galaxia, veteranos y noveles, zidanes y pavones, cristianos y carvajales, según la última actualización. Todos diferentes y todos igual de campeones. El Barça, en el cuarto de siglo más glorioso de su historia, el que va del Cruyff entrenador al Messi mesías, ha sido incapaz de superarle en galardones. En ese territorio, mejor o peor equipado, nadie es tan intrépido como el Madrid. El trofeo fue a veces guinda de pastel y a veces, como en esta ocasión, salvavidas de lujo con grandes orejas.
Un salvavidas en el que el Atlético ha perdido las uñas sin poder alcanzarlo. Anoche en Milán, fue más que corazón e intensidad. Hay maneras más hermosas de perder, pero no más admirables. Discútanle la estética y alábenle la ética. Su desgracia volvió a inspirar ternura. Nadie merece caer combatiendo así.
Las finales, por su carga emocional, exageradamente emocional en el caso que nos ocupa porque se ventilaba un asunto de vecinos con alcance mundial, desfiguran el paisaje de manera extraordinaria. Más en el caso del Atlético, que presume con razón de armadura defensiva y de oficio. Sólo así se explica cómo un equipo construido en acero, táctica y mentalmente, amaneció en el partido desorientado en las dos áreas. Peor incluso en la suya, desde la que ha ido construyendo su leyenda de equipo irreductible.
A los cinco minutos Bale metió una pelota con pimienta desde la derecha que la zaga atlética recorrió con la mirada y que entre Casemiro y Benzema remataron a dos metros de puerta contra el pie de Oblak, que llegó con la intuición adonde es imposible llegar con la vista. Quedaron para la filmoteca el milagro y la sensación de que la sobreexcitación le puso plomo al Atlético. No hubo segundo aviso. Nueve minutos después Kroos metió una pelota tensa que Bale estiró de coronilla y Ramos, en fuera de juego y sujetado por Savic, remató casi sobre la línea. Otra vez en jugada en conserva, otra vez muy cerca del portero, otra vez Sergio Ramos. Una manifestación de fantasmas sobre un Atlético encogido y a oscuras. Un gol tal ilegal como merecido y una cierta justicia muy poco poética.
Antes, el Madrid había sido más, por oficio, por inspiración y porque Bale estaba de su parte. El galés lleva semanas autoexigiéndose un mayor rango en el equipo y lo asumió en el partido de año, desencuadernando al Atlético en aquel inicio con movilidad y rapidez. Por ahí empezó a ganar el Madrid. Por ahí y porque su centro del campo le bajó la persiana al del Atlético. Kroos tuvo una puesta en escena estupenda, acelerando y parando según convenía, y Casemiro fue lo que creyó Simeone. Aquel panorama reconfortante en el que se meció el Madrid y al que Cristiano y Benzema asistieron distraídos resultó extraordinariamente breve. Minuto a minuto fue desvaneciéndose. Moderadamente hasta el descanso. Escandalosamente después.
Y el Atlético, que había partido con vocación de acorazado, fue recitando la remontada, quitándole al vecino la pelota y la razón. Ayudaron su laterales, especialmente Filipe Luis, y su dos centrocampistas multiusos, Saúl y Koke, excepcionales por fuera y por dentro. Una crecida que acababa en Griezmann y en las barbas de Keylor Navas. La final de Lisboa escrita en sentido inverso, con el equipo de Zidane desmayado, desprovisto de ambición y el Atlético inflamado, pisando los terrenos de la verdad, pero sin sacudirse es malditismo en la competición, la única aduana que Simeone aún no ha podido cruzar.
Quedó bien retratado en el penalti que Pepe cometió sobre Torres (no era su pretensión, pero le perdió la astucia del Niño) y que Griezmann estampó en el travesaño. Savic, Koke y Saúl alborotaron en el área, especialmente el central, que forzó el gesto en un remate cercano que rozó un palo. Simeone le echó un cable con Carrasco, ese factor de agitación que el Atlético hace aparecer y desaparecer. El Madrid, para entonces, era un equipo kilométrico, con defensores y espectadores (la BBC), con Cristiano quebrantado, con Carvajal roto (su lesión tuvo el efecto devastador de gastar un cambio pronto y de echar mano del intrascendente Danilo), con el miedo en el cuerpo. La tamborrada del Atlético había dejado insonoros los violines, si es que en algún momento los hubo. Al peso ganaba el Atlético, en el marcador se sostenía a duras penas el Madrid, multiplicando el trabajo de sus centrales.
La final se situó en el punto dramático que se le exige, a mayor gloria de la competición. El Madrid amurallado estuvo dos veces en la cara del gol. En la primeraOblak se le hizo enorme a Benzema. En la segunda el Atlético se vio en el abismo. El meta detuvo a Cristiano y Savic sacó el remate posterior de Bale cuando no parecía haber remedio. Aquellos dos lamentos blancos quedaron abrochados con el empate rojiblanco, magníficamente preparado por Juanfran y rematado por Carrasco. Lucas Vázquez, al que Zidane empleó como clavo ardiendo, estuvo impuntual en su intento de despeje. El Atlético empezó la jugada por una banda y la terminó por la otra. La de Danilo le pareció un chollo, con Carrasco destapando el catálogo de debilidades del brasileño.
Llegó entonces otro volantazo en el partido. El Atlético se curó la ansiedad con el gol, pero no tuvo en el Madrid el efecto paralizante que buscaba. También pensó que la prórroga, con Cristiano en las últimas y los cambios de Zidane agotados, era un oportunidad. Casi se le va de la mano. Un cabezazo de Bale pudo acabar con él en elenésimo sobresalto que sacudió al Atlético producto de la estrategia. La intromisión del Pepe llevó el partido a la misma propina que en Lisboa, pero esta vez con las piernas cambiadas: frescas las del Atlético, devoradas por la fatiga las del Madrid.
El tiempo extra ofreció contradicciones. Un Atlético sin retórica tuvo la pelota y la superioridad moral y un Madrid agotado, la pegada. Un cabezazo de Cristiano se perdió en la espalda de Filipe Luis. También probó Bale, con el sóleo hecho puré, incapacitado para cualquier esfuerzo. Y Casemiro desde lejos. Y aquellos dos cadáveres acabaron en los penaltis, drama en grado máximo. Y hasta allí alcanzó el mal fario del Atlético, para perder del único modo que faltaba en su colección. Un crueldad inmerecida. Un Pupas eterno. Un equipo grandioso contra una leyenda indestructible.
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