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sábado, 2 de abril de 2016

Burgundoforilandia, el Reino de los nombres raros

En Huerta de Rey (Burgos) viven los últimos hijos de una tradición única y ancestral que ha convertido este pueblo en récord del mundoRafaelL J. Alvarez / Alberto Di Lolli / El Mundo, 02/04/2016
Hay un lugar en el mundo donde los nombres eligen a las personas.
Por ejemplo, Hirónides Ranulfo. El nombre va pululando sin dueño por el espacio-tiempo y de repente se fija en un señor amable, bueno y feliz y se mete en él por los siglos de los siglos. Y así han hecho Filadelfo, Iluminada Ninfodora, Canuto, Baraquisio, Austiquiliniano, Filogonio, Virísima... y hasta Digna Marciana.
Todos son nombres reales de personas verdaderas. O al revés.
Todos vienen de un sitio único en el planeta, un rincón de la Tierra bautizado por los dioses.
Todos vienen de Huerta de Rey (Burgos), el pueblo con el récord mundial de nombres raros.
- Me llamo Burgondófora Cancionila y tengo el nombre más raro del pueblo... más que nada por lo largo.
Estamos en el país de los motes de pila, en el reino de los nombres imposibles. Bienvenidos a Burgundoforilandia.
Este pueblo en medio del tiempo, este pedazo de la Castilla interna y surreal, es famoso por haber engendrado la mayor concentración de nombres extraños del mundo, un hito bendecido por el Libro Guiness y publicitado después por una campaña de la bebida Aquarius, energético y huertaño nombre, por cierto.
Mucho antes de todo eso, hace 10 años, EL MUNDO se acercó a Huerta de Rey seducido por la leyenda de un lugar que bautizaba a cada niño y niña con un nombre rocambolesco, único... propio.
Hoy, una década después, volvemos al lugar de los hechos para hablar con los últimos héroes de este imperio nominal donde, todavía, sigue sin ponerse el sol.
- Me llamo Firmo.
- ¿Perdón?
- Sí, sí. Firmo. Yo mismo provoco las anécdotas y doy lugar al cachondeo. Cuando tengo que firmar un impreso, deliberadamente empiezo a firmar despacito. Una y otra vez. A veces rompen los papeles.
Firmo tiene 72 años y, propiamente dicho, lleva la sorna en el nombre. «Mi santo es san Firmo. Pero yo no tengo pinta de santo. Yo al que estoy apuntado es a san Apapucio, el patrón de los feos». Y se ríe, el muy bandido.
El misterio de este pueblo tiene que ver con Firmo.
Pasen y lean.
A principios del siglo XX, en Huerta de Rey muchos de sus 1.400 habitantes se repartían no más de tres o cuatro apellidos. El cartero se volvía loco para acertar con las misivas que llegaban a distintos vecinos que compartían apellido... y nombre: Pedro, Juan, Carmen, María...
Así que, dada la imposibilidad de cambiar los apellidos de la gente, el secretario del Ayuntamiento planteó cambiar los nombres. O sea, identificar a las personas por su nombre de pila. Y como no se podía hacer con los ya nacidos, hacerlo con los que empezaran a venir a este mundo. Para ello, deberían ser nombres diferenciadores, verdaderamente propios. Lo planteó en el pueblo y todo el mundo aceptó. «Y no se les ocurrió otra cosa que tirar del Martirologio Romano. Y allí ves al secretario, que era tío de mi padre, liándose todo el día a poner nombres raros. Yo mismo tenía cuatro tías:Hono, Neo, Bati y Oti». ¿Cómo dice? «Sí, hombre, Honoria, Neomisia, Batilia y Otilia». Firmado, Firmo.
Firmo, ese metanombre, es una conjunción perfecta de nombre y hombre, 72 años de humorada.
Como aquella vez en que la Guardia Civil le puso una multa un día que iba sin DNI y al mandarle firmarla empezó la jarana. «Yo firmaba 'Firmo' y el guardia, que vale ya de cachondeo. Y otra multa. Yo le decía que era verdad, que me llamaba así. Al final, me dijo que fuera con mi DNI al cuartelillo y que si era verdad me perdonaba la multa. Llegué, puse 'Firmo' y otra vez. Me decían: 'No vamos a terminar nunca'». O aquel día en la mili en que un cabo le mandó firmar un papel. «Empecé despacito y... ya sabes. Me dijo: '¿Estás tonto?'. Si no me agacho me mete una hostia, ja, ja, ja». Este es Firmo, que no necesitaba alias, pero por si acaso: «Me llaman Chapiri».
La costumbre del Martiroligio bautismal cuajó durante varias décadas y ha dejado medio millar de nombres insólitos para la Historia. La tradición ha muerto porque «nadie quiere que le apedreen», dice con ironía Alfredo, el cura del pueblo, que nos enseña algunos libros de bodas, defunciones o bautizos donde descubrimos a Quiteria o a Eduviges «natural de este pueblo».
Así que casi todos los seres únicos son ya gente mayor, personas con toda la vida por detrás y que ahora habitan con calma Huerta de Rey, donde darse un paseo es vivir un bombardeo sonoro.
Uno va por la calle y se encuentra con Plautila, dobla una esquina y ve a Onesíforo, hijo de Parisio, escala un asfaltado y pregunta por Ercilio, torero y pintor, bordea el río Arandilla y sabe de la casa de Marceonila. «Yo estoy muy contenta con mi nombre. Ahora sí que ponen nombres raros: Abril».
También se puede entrar en un bar y jugar a las cartas con Filadelfo. «Me llaman Fila, pero he vivido de todo: Filadelfio, Filas, Filitas...» Fila tiene una familia... en fila:Abilio, Euqueria, Landelino, Saturnina y Malaquías.
Junto a Filadelfo se ríe Julián, uno de los raros del pueblo.
- ¿Pero cómo se le ocurre a usted llamarse Julián?
- Ya ve, qué le vamos a hacer. Pero yo también aporto, eh. Mi mujer se llama Meuris. La llaman Neuris, Miuris... En todos los sitios les cuesta.
Hace 90 años, en una de las cuestas de Huerta de Rey, hubo un avistamiento: Digna Marciana.
Hoy, una de sus hijas entra en casa para que ella, haciendo honor a su primer nombre y confirmando la existencia de seres extraordinarios con el segundo, nos atienda. «Yo era cantante y a todo el mundo le extrañaba mi nombre. De joven no me gustaba nada, pero ahora sí. Y eso que los médicos se extrañan mucho».
Licerio vive al otro lado del pueblo. Tiene 91 años y una sonrisa de siglo que nos da esperanzas. Fue minero de yeso, cargó tejas, llevó ganado, aró la tierra, recogió resina y anduvo de guardés. Y siempre se llamó Licerio. Lice para los iniciados. «Había otro que se llamaba Clicerio, que era calderero. En la mili me decían que mi nombre era raro, pero había un ministro o algo así con un nombre parecido».Licerio nos regala su memoria y recita los nombres de sus hermanas: Irminia, Leonisa, Victoriana y Evedina.
En el piso de arriba vive pegada al oxígeno Iranda, casi 99 años. Al principio no quiere hablar, pero después suelta un par de frases para la sabiduría.
- ¿Y a usted le gusta su nombre, doña Iranda?
- Pues qué remedio me queda. Yo supe que me llamaba así cuando fui a la escuela. Antes, ni idea.
- ¿Cuántos años tiene?
- Tengo años desde que nací hasta ahora.
Un hijo de Iranda nos acompaña por el pueblo de nombre en nombre. Él, que fue el alguacil de Huerta de Rey, que se lo sabe todo, que conoce al más escondido de los únicos, se llama... Antonio. «Sí, pero me llaman Cañero».
Vamos a la carnicería, porque nos han hablado de una mujer, hija de Conrada, madre de Isaías.
Y ahí está: Vistila.
- Ahora me gusta mi nombre, pero de joven ni pizca de gracia. ¿Vistila? ¿Qué ha dicho? ¿Vis qué? ¿Pero Vis? Sí, Vistila, con uve. Y así todo el rato, hijo.
- ¿Y por qué Vistila?
- Eso digo yo. Nacimos chico y chica, mellizos. Mis tías tenían decidido Ezequiel para el chico, pero para la chica nada. El secretario miró un libro gordo, pim, pam, pim, pam... y dijo: '¿Qué os parece Vistila?'. No se les ocurrió otra cosa que decir que sí y me pilló así, Vistila. Pero aquí me llaman Visti.
Que es mucho más normal.
Cerca de la carnicería de Visti, haciendo esquina con el mundo de Alarico, Medardo, Eufronia, Crescenciano, Emerenciana, Nitoria o Dioscorides, llega, gorra en ristre,Clodoveo. «¿Que no habéis comido? ¿Queréis unos chorizos que tengo ahí?».
Clodoveo tiene 66 años y ha aparcado el camión que le dio dos décadas de tajo. «Alguno me decía que tengo nombre de rey. Estoy conforme con mi nombre porque se escribe poco y me identifica. Yo en la vida he usado más mi nombre que mi apellido. Mi abuelo se llamaba igual y mi nieto, que tiene cuatro años, también».
Hay esperanza.
Entramos en un bar a ver si, ya bien alimentados de sílabas, nos zampamos alguna caloría. Y allí, en la barra, está Julio Iglesias. Hey. «Nací en julio. Pero no sé cantar. Un día me pararon unos guardias, me preguntaron cómo me llamaba y empezó el cachondeo. Bueno, si me sacáis en el periódico, a ver si encontráis novia».
El bar. La zona cero. El Pentágono de este imperio nominal. Lo regenta un personaje, un prototipo de Huerta, un hombre nacido del bancal de Amanece que no es poco: Filogonio. «Mi nombre impacta».
Tiene 70 años y nos invita a café y asombros. «Yo no tengo apodo, con mi nombre basta. Pero me llaman Filo. A todo el mundo le extraña mi nombre: ¿cómo ha dicho? ¿perdón? Todo el día así. Nunca lo escriben bien, Filogenio, Felogonio, Filogirio... Mi hermano se llama Auspicio y a Avelino le quisieron poner Agaión. Ausencio también se las trae. Y, mira, Especioso se murió ayer».
Una vez, Filogonio fue con su amigo Isacio al casino. Al entrar para registrarse, el recepcionista escribió «Isabio» y, claro, hubo tema: «Me eché a reír. Isabio, ja, ja. Entonces mi amigo me dijo: 'Pues ya verás cuando llegue al tuyo'. El recepcionista cogió mi DNI, miró el nombre y me preguntó: '¿Señor Rica?'. No veas qué risa».
Si lo miras bien, Filogonio tiene cara de llamarse Filogonio.
- ¿Y a usted por qué le pusieron Filogonio?
- No estaba yo allí.
- Y en su familia, ¿cómo anda la cosa?
- Mi mujer se llama María Inés, pero eso no es llamarse, ni es ná.

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