Susana Luaña / la voz, 26 de julio de 2015.
MONICA IRAGO |
No mire atrás. Ni al lado. No respire, no escuche. No hable. Concéntrese en el horizonte. En la sierra de Barbanza, en frente. Cortegada a la derecha y A Illa de Arousa a la izquierda. Y en el medio, el sol. El mismo astro que hace cien años, cuando sí se podía mirar a la izquierda y a la derecha, detrás y delante, porque lo que había era largas playas, mujeres descalzas que se arremangaban las faldas, hermosas mansiones hasta las que llegaba la brisa sazonada de salitre y el sonido de las ranas en A Comboa, despidiéndose ya para dar paso al coro de los grillos.
Está a punto de acostarse el sol y recuerde que lo que queda a sus espaldas y a los lados no importa. La pantalla de ese sala de cine en la que usted ha convertido al banco de Ferrazo proyecta un astro que lleva muy bien los años y un mar que cada atardecer despliega una alfombra de plata desde Vilaxoán al cielo. Desde hace décadas. Desde hace siglos. Y usted es testigo de ese fenómeno prodigioso que cada tarde tiñe el cielo de una gama de ocres que jamás se repite. A veces naranja, a veces rojo, a veces púrpura. A veces también gris.
No solo para sentarse
En Galicia, los bancos no son para sentarse. O no solo son para sentarse. Son para ser testigos de uno de los espectáculos más hermosos y misteriosos de la naturaleza. Observar la puesta de sol sin saber si mañana volverá.
El banco más bonito del mundo solo podía ser gallego. Está en la costa de Loiba, en Ortigueira, y aunque ya lleva ahí ocho años, se hizo universal y viral a raíz de un concurso de fotografía nocturna al que Dani Caxete mandó una imagen de las estrellas vista desde el lugar. Y quedó finalista. Y el banco más bonito del mundo dio la vuelta al mundo y en las redes sociales aparecieron otros bancos que son verdaderas atalayas desde las que seguir admirando la naturaleza.
Y uno está en Vilaxoán. Bueno, mejor dicho, está a medio camino del sendero que nunca existió hasta Vilaxoán. Aquel viejo proyecto de ampliar el paseo marítimo desde Vilagarcía hasta la villa marinera sigue en el limbo y el banco, que podría ser hoy el mirador en el que finalizase un entorno rehabilitado que hiciese justicia al esplendor perdido, está ahora plantado en una curva por la que no dejan de pasar coches que amenazan con llevarse por delante la piedra, la forja y al sedente, que para disfrutar de la vista tiene que pagar el peaje del hedor de una inoportuna depuradora.
Pero la cámara tampoco tiene olfato. Ni graba a sus espaldas, ni fija su objetivo en los coches ni añora las mansiones señoriales ni las hermosas playas enterradas bajo el alquitrán. La cámara solo mira de frente, y la retina también. Y al espectáculo que ofrece el horizonte no le llegan las letras del abecedario ni todos los emoticonos de un smartphone para describirlo.
Ni lo intente. Hay momentos que son para vivir, no para contar. Vaya al banco de Vilaxoán, en el camino a ninguna parte, y siéntese. El sol se acuesta y el misterio de la vida se despliega ante sus ojos. La función va a comenzar.
La novela de Muriel Barbery recrea, desde un punto de vista moderno, la vieja historia del patito feo, pero también ese sabio mensaje de que nada es lo que parece. Y lo hace valiéndose de una narración cargada de optimismo que deja al lector un mensaje final válido para cualquier mes del año, pero perfecto para el verano; que la vida hay que exprimirla al máximo así dure dos días, y que si solo son dos, mejor compartidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario