Gabriel Lemos 14 de junio de 2015.
El primer paso lo ha dado Dinamarca, cuyo Gobierno propuso, hace menos de un mes, liberar a los pequeños comercios de la obligación de aceptar pagos en efectivo. Tiendas de ropa, gasolineras y restaurantes, entre otros negocios, podrían negarse a aceptar billetes y monedas el próximo mes de enero. Todo con el objetivo de «eliminar los considerables costes administrativos y financieros que implica el manejo de dinero en efectivo», defiende el Ejecutivo danés.
Aunque la iniciativa, planteada dentro de un paquete de propuestas preelectorales para reducir costes empresariales y mejorar la competitividad de la economía, todavía tiene que conseguir el visto bueno del Parlamento, no se esperan grandes obstáculos en un país donde uno de cada tres habitantes usa MobilePay, una aplicación para teléfonos que permite realizar pagos en comercios y transferir dinero a otros usuarios, y donde cualquier pago, por irrisorio que sea, puede realizarse con tarjeta.
Es esa una costumbre común en todos los países nórdicos que, según los datos aportados por el Banco Central Europeo, lideran el uso del dinero de plástico en la Unión Europea. Muestra esa estadística que un sueco pasa, de media, 230 veces al año la tarjeta de débito o crédito para pagar compras, frente a los 224 usos que le da un danés o los 213 de un finlandés promedio. Si el número de pagos con tarjeta que realiza un sueco cuadriplica los de un español, que tira de este medio de pago una media de una vez a la semana (52 al año), abultada es también la diferencia en el gasto realizado: frente a los 2.300 euros de los que dispone anualmente un español, cada sueco gasta una media de 10.200. En este apartado los superan los luxemburgueses, cuyos pagos a crédito o débito superan los doce mil euros al año. A la cola, los búlgaros, que apenas sacan la tarjeta cuatro veces al año y tampoco se estiran mucho con las compras: gastan una media de 189 euros.
El debate sobre el fin del uso del dinero en efectivo tomó fuerza en serio en Suecia hace ya casi cinco años. ¿Los argumentos? Principalmente económicos. Asegura un estudio de la Federación de Comercio del país nórdico que el uso masivo de medios de pago electrónicos ha permitido ahorrar el equivalente al 0,3 % del PIB nacional, que compensan ampliamente los gastos en gestión y seguridad de las tarjetas. Otro estudio, este de la consultora McKinsey eleva el coste del dinero físico en la UE hasta el 0,45% del PIB comunitario, por los gastos en fabricar y distribuir los billetes, en su gestión y, no menos importante, porque el cash facilita operaciones en negro que inflan la economía sumergida. No en vano, los países donde hay más flujo de dinero circula por las cañerías ocultas del sistema. Es el caso de Grecia, donde las transacciones no declaradas equivalen casi a un 24 % de la riqueza nacional y donde el 98 % de los pagos realizados por los consumidores se realizan en efectivo, según un estudio de MasterCard. En España, con un 19 % de economía sumergida, apenas un 16 % de los pequeños pagos ordinarios se realizan con tarjeta. Y eso a pesar de que en noviembre del 2012 se prohibió utilizar el efectivo para aquellas operaciones que superen los 2.500 euros, siempre que en ellas intervenga una empresa o un profesional.
Más retiradas en cajero
De hecho, el volumen de dinero retirado en cajeros, esto es, disposiciones con tarjeta para luego abonar compras o facturas en efectivo, sigue superando en el país al gasto realizado directamente con el dinero de plástico, con 111.400 millones retirados el año pasado de los cajeros -el primer incremento tras varios años a la baja por la crisis- frente a los 105.800 en pagos con tarjeta.
Porque, frente a los argumentos del ahorro, la competitividad, la lucha contra la economía sumergida e incluso el de la seguridad -en aquellos países en los que el efectivo es residual se han reducido la criminalidad y los atracos-, los dos grandes contrapesos que se ponen en la balanza a la hora de sopesar la supresión del efectivo son los de la privacidad y la exclusión financiera. Porque, en un mundo en el que todos los pagos se realizaran con tarjeta, las empresas podrían no solo conocer los movimientos físicos de cada ciudadano, también sus hábitos de consumo. Y dejaría fuera de juego a todos aquellos que, por circunstancias personales, no tengan acceso a una cuenta corriente o a una tarjeta.
Pese a ello, la Asociación Europea de Gestión Financiera (EFMA), un think tank de la banca europea, aventuraba en junio del 2014 que «en diez años podremos decirle adiós al efectivo».
El «smartphone», el medio de pago del futuro
Si la banca tiene claro que el dinero en efectivo acabará casi por desaparecer en un plazo aún por determinar, lo que no está tan claro es el sistema de pago que tomará el relevo. Porque, si las tarjetas han sido hasta ahora la alternativa clara a billetes y monedas, en los últimos años la penetración de los teléfonos de última generación, que ofrecen una conexión casi permanente a Internet, y el desarrollo de aplicaciones específicas, ha situado a los smartphones como la herramienta de pago del futuro.
Un estudio de World Payments Report predice que las transacciones abonadas mediante el teléfono crecerán un 60 % en los próximos años en detrimento del resto de sistemas, que caerían un 16 %. Baste un dato. En Estados Unidos la cuantía global de las transacciones abonadas mediante el móvil ascendía a 11.400 millones de euros en el 2012. Apenas cinco años más tarde, en el 2017, la previsión es que la cifra supere los 80.000 millones.
No en vano, el país se sitúa a la vanguardia en el desarrollo de estas tecnologías, como Apple Pay. Y es que, dicen los expertos, la compañía de la manzana mordida, junto a otros gigantes tecnológicos como Google o PayPal son la mayor amenaza que se les presenta a la banca en la guerra por liderar la transición hacia un mundo sin efectivo.
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