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sábado, 28 de abril de 2018

El chavo que vino a Pontevedra soñando con el Tour

La historia de cómo el joven Juan Zúñiga Longoria logró correr su primera carrera ciclista en un pueblo de México es digna de novela
María Hermida / LA VOZ, 28/04/2018
RAMÓN LEIRO
Juan Zúñiga Longoria, que viste sus 16 años en un cuerpo espigado y mirada de niño, a veces llora en el hotel de Pontevedra que se ha convertido en su hogar. Está a casi 9.000 kilómetros de distancia de su casa y echa de menos a su madre. Cuentan esta intimidad quienes les han acogido en Galicia y él agacha la mirada mientras un más que entendible rubor le recorre las mejillas. Hasta ahí dura su pena. Porque Juan, pese a su enternecedora morriña, está viviendo el gran momento de su vida. Lo cuenta él y se le nota en la mirada. Porque sus ojos son los de alguien que es consciente de la oportunidad que tiene ante sí. Pero no vayamos tan rápido. ¿Quién es Juan? Un chaval mexicano que ha venido a Galicia, concretamente a Pontevedra, para vivir su sueño ciclista. Es un sueño ambicioso. Porque él cierra los ojos y se imagina corriendo el Tour de Francia. Su deseo se está cimentando desde abajo. De momento, tiene un entrenador y está compitiendo en la categoría juvenil por Galicia. Para llegar aquí, los esfuerzos fueron muchos y muy meritorios.
Todo empieza en Río Grande, una ciudad del estado mexicano de Zacatecas. De ahí es natural Juan, al que crio su madre en solitario junto a dos hermanas. María, la progenitora, tiene un puesto de comida callejero. Y de ahí tira para mantener a la familia. Reconoce Juan que las cosas nunca fueron fáciles en casa y que él desde bien pequeño intentó contribuir a la economía familiar. A sus 16 años hizo ya un poco de todo; desde pinitos de carpintero o mecánico a trabajos en el campo. «Iba a recoger frijoles o a segar hierba. Lo que buscaba era darle a mi madre dinero para la casa y también para mis gastos», cuenta. Siendo casi un niño, con unos pesos que sacó de esos trabajos, le compró a un primo un cuadro de una bicicleta vieja. A partir de ahí, tiró de ingenio y se construyó su bici.
El taller de los pinchazos
Aquello fue el principio de una enorme aventura. «Entonces, yo y unos chavos amigos míos empezamos a andar con las bicicletas de un lado para otro. Siempre que podíamos salíamos con ellas, nos encantaba». Con tanto rodar era habitual que acabasen pasando un buen número de veces por un taller donde arreglaban los pinchazos y demás averías. Llegaron a hacerse amigos del dueño del negocio, que les dijo que tenía dos hijos ciclistas y que solía ir a carreras. Juan y los demás chavos le imploraron que los llevase a una carrera o, tal y como él le llama «a una rodada». Y un día el hombre accedió. Dice Juan que ante sí se abrió un nuevo mundo. Tenía unos 12 años y allí conoció a un deportista llamado Dagoberto, que entrenaba a chavales ciclistas. Juan le insistió en que quería ser uno de ellos. Pero Dagoberto le dijo que era imposible. Juan le localizó en México tras la carrera y le insistió una y otra vez. «Pero él me decía que los chavales que iban a las carreras llevaban mucho tiempo entrenando, que eran muy buenos y que yo no tenía preparación», cuenta. El caso es que un día a Dagoberto se le debió ablandar el corazón ante aquel rapaz con más disposición que medios para competir. Y le dijo que sí, que podía ir a una carrera con su equipo. Juan pidió todo prestado, desde el traje al casco pasando por la propia bicicleta. Iba él con unos tenis de jugar baloncesto, los únicos que tenía, y con una ansia desaforada.
Las cosas no le pudieron salir mejor. Dagoberto le dijo que no se preocupase si solo era capaz de completar la primera de las cuatro vueltas de nueve kilómetros que componían el recorrido, que parase de pedalear y punto. Pero Juan no paró. Terminó sexto en la prueba, por delante de los otros rapaces de Dagoberto. Así que el entrenador empezó a creer en él. Tanto, que acabó regalándole hasta la bicicleta. El ciclismo le dio a Juan la ilusión de su vida y cada carrera le iba abriendo mundos increíbles. En diciembre, en una de esas competiciones vio algo que le dejó de piedra: «Conocí el mar por primera vez. Nunca lo había visto», confiesa con emoción.
En esas estaba, pedaleando y viviendo, cuando en una carrera se topó con Domingo González, leyenda del ciclismo en México y olímpico en Atlanta. A Domingo no le debió parecer corriente ni la historia ni la ambición deportiva de Juan. Así que empezó a mover ficha para que este chaval con ansias de Indurain volase a España y, ya aquí, viese lo que es entrenar y competir de forma regular. El club Farto de Pontevedra fue su cómplice. Este colectivo acogió a Juan y su pueblo de México se encargó de juntar dinero para el viaje y algunos gastos. Gracias a la solidaridad está ahora mismo aquí. Le ayudaron sus vecinos y le está ayudando Pontevedra. El hotel Avenida le hizo un cariño a Farto para que pueda pernoctar en él. Panadería Acuña le aportó material y el club se encarga de que entrene y compita. Fue ya a varias carreras y la cosa no va mal. Dicen en el club que lo único que falla es que Juan se preocupe más de disfrutar que de los resultados. Juan sonríe y dice que su meta es el Tour de Francia. Es un deseo a lo grande. Pero, conociendo su historia, no lo parece tanto.

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